(...) Puedo ver el humo de la usina eléctrica, tenue a esta hora de la madrugada. Humo y madrugada se alzan sobre el río, y en un minuto más, el sol. Puedo ver el sol, que da un breve salto sobre el horizonte y emprende su carrera lenta por el cielo azulino, hoy vacío de nubes. Un barco hace sonar su sirena y, arrastrado por un remolcador, parte río afuera, hacia el mar. Puedo ver un fragmento de usina con su humo, las dársenas con sus naves grises y negras empavesadas de minio rojo naranja, las grúas azules y amarillas, un fragmento de puerto, un fragmento de río. Estoy aquí, segura, y puedo ver, sin caerme en el abismo, desde mi octavo piso, desde mi edificio antiguo de techos altos, en mi ciudad de siempre, mi Buenos Aires, puerto natal. Me siento en mi silla hamaca, recojo mis manos gruesas, venosas, manchadas, sobre mi cuaderno bermellón, observo ahora el recorrido de la tinta, la lapicera jaspeada, el borde sucio de las mangas largas de mi camiseta de algodón, el ventanal entreabierto, las plantas de toda laya que se enroscan en el balcón, en el fresco temblor del viento de septiembre.

Y el agua del río corre, yo sé que el agua del río corre y que un oleaje manso y discreto golpea los muelles. Y yo quisiera ver el agua correr, que no la veo porque estoy muy arriba y a la vez muy lejos, tendría que cruzar la avenida, los terrenos del ferrocarril, otra avenida para ver a la ciudad casarse con el río. Itaca, es Itaca, y septiembre en la Argentina es siempre, siempre un mes de amor y de muerte. Itaka, es Itaka. Poco a poco me adormezco en mi silla y decido otro día más no ir a trabajar, quiero atarme al hilo de tinta negra en el tapiz bermellón. (...)

 

(...) Ni él ni yo oiremos el sonido de tu voz ni abrazaremos tu cuerpo retornado, me estoy despertando, lo que ha sido, fue, y duele, leve, en un costado. Sabés, Jorge, a vos te hablo, sí, a vos, que estás por lo menos ahí, seguro, amarrado a un espigón del pasado, te esperé tanto, ¡tanto!, y ahora sé que no vendrás, no sé por qué Homero, por qué esta farsa, sí sé por qué yo. Soy una mujer mayor, alta y pálida, llevo luto por mi marido desaparecido en combate, él era rey y yo su reina. Nuestro hijo ha llegado a la edad de gobernar y es él quien debe suceder a su padre, como su padre sucedió a su abuelo, pero si yo me caso, será mi nuevo marido el rey. Los pretendientes al trono me asedian, se debe dar al rey desaparecido por muerto y ordenar los asuntos del reino, la hora de una decisión se acerca y yo la postergo, prometo casarme cuando termine un cierto tejido, y no les digo lo que tejo, una pieza clave en la historia de las sucesiones, la mortaja de mi suegro, y como no quiero casarme, no la termino y destejo de noche lo que tejo de día. Quiero detener el tiempo en el momento en que mi marido no ha muerto, en que mi hijo aún no ha crecido, en que mi suegro no debe aún afrontar su última hora. El pueblo cuchichea, dice que mi marido no ha muerto, que navega retardando su hora de crecer y morir, yo tejo y destejo y detengo el tiempo, mientras él navega alrededor de la misma eterna hora, va y viene mi lanzadera, gira y gira su nave en el remolino de un minuto interminable, yo no me caso, él no llega, él no muere, ni yo, ni el niño crece, y el viejo suegro en su decrepitud alegre poda ramas y aspira los pimpollos de la vida inacabable, no sé qué ha sido de los pretendientes, si duermen, ellos también, el sueño en la corte del castillo encantado, yo la princesa durmiente, el príncipe congelado en las espinas de un cerco de zarzas, y los cien años del reino maldito, Argentina encallada en la parálisis, hundida en una siesta, aletargada en el largo discurrir de la nada. Puede ser que el niño se haya rebelado contra el sueño y, único despierto entre los durmientes, haya salido a buscar a su padre, reloj en mano, a darle el buen día y las doce en punto, a traerlo de vuelta al tiempo, y a su madre, arrojarla a las olas de la vida breve, que ya es hora. Puede que el niño, joven príncipe, Telémaco o Juanfa, sea ahora el dueño de la sangre de sus padres. Puede.

¿Qué hora es? No oigo ni la sirena de los buques anunciando la partida ni el aullido triste del viento, es el momento más profundo de la noche, cuando la oscuridad y el silencio concentran su peso en un punto preciso, denso, debo dejar ya el cuarto de Juanfa y rehacer el pasillo hasta mi dormitorio, me ordeno y me obedezco. Mi alma levita y mi corazón no duele, mis piernas caminan y rozan el tejido áspero de mi bata de baño, entro en mi cuarto, doy luz, y la luz, rosa y desmayada, se hace, entre las cuatro paredes de la melancolía. La cama, que no ha sido tallada en el tronco de un olivo sino arrancada por partes a un modesto plantío de pinos, es una cama clara, sencilla, sobria, sin misterio, con su colcha blanca de hilo, sus puntillas a destiempo y sus lazos de satén. La cama es una cama ancha, y una cama muda de novia sin novio, una cama que ha olvidado los gemidos del pasado, los susurros, los abrazos. (...)

 
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