(...) Como adorno, para casi todos, o como la asignatura ineludible del político en campaña, o como el territorio virgen en el cual los más extravagantes aventureros de la vida pública se creen con derecho a hacer pie, la cultura casi nunca es abordada como lo que es: la más alta expresión visible de un pueblo, la más original seña nacional, la más distintiva marca de la Nación.

Entre los políticos, que no saben acerca de esto, y los artistas, que saben o intuyen pero no encuentran las palabras políticas que den forma a esta verdad, una tercera categoría de personas emergió por necesidad, y es la de los artistas intelectuales. Políticos por fuerza de las circunstancias, funcionarios en la ocasión y, más de una vez, agresivos y pendencieros luchadores en los medios de comunicación, los artistas intelectuales aparecen solitarios en la escena política con la única pregunta correcta: ¿estamos realmente interesados en ser una Nación que se exprese, para sí misma y para el mundo?

Sensibles, afectivos, egoístas, locos, marginales, fracasados, exitosos, optimistas, pesimistas, los artistas e intelectuales forman una variopinta y colorida corporación que se rige por leyes no escritas, las leyes del sueño y del inconsciente colectivo del pueblo del cual son el más preciso instrumento de expresión. En sincronía con ese pueblo, y sensibilizados en una misma frecuencia de vibración, los artistas e intelectuales viven tramando los ejes de la más política de las conspiraciones: la de forjar una Nación que pueda nombrarse a sí misma y escuchar la resonancia de su propio destino.

Protagonistas de esa conspiración, los artistas e intelectuales no presentan un frente homogéneo. Unidos en la percepción del arte como expresión de la Nación, están, sin embargo, divididos a la hora de organizar los valores que deben regir a esa Nación. Detenidos aún en luchas sectoriales o de clase, e incluso en luchas que aún no han saltado del plano nacional al plano continental y mundial, están desorganizados y desarmados, o mal armados, para enfrentar el nuevo mundo de la comunicación global. Un mundo que es un mundo de comunicación de culturas antes que ninguna otra cosa, y que requiere de una cierta homogeneidad nacional en los frentes de exposición cultural.

Intuitivos o racionales, más artistas o más intelectuales, los miembros de la corporación que nuclea a los trabajadores del imaginario, están, más allá de sus diferencias ideológicas, unidos en la amplia conciencia de la obligación de buscar algo de verdad en el caos del universo y de la necesidad de admitir cualquier error de apreciación de la realidad y de ajustar la conducta para hacerla funcional a las circunstancias reales. Cualquiera sea su signo político, los artistas saben, por su trato cotidiano con lo irreal, del altísimo precio que suele pagarse cuando se ignora la realidad, cualquier tipo de realidad. Acostumbrados a lo intangible, a lo oculto y sólo revelado por el arduo trabajo de búsqueda profunda en el inconsciente y en el pensamiento, los artistas se caracterizan por su coraje último para penetrar lo invisible, lo escondido en el último confín de la realidad, lo que la completa y la muestra en su infinita e inabarcable dimensión. En esta invisibilidad de la realidad, suelen ser los primeros en encontrar las preguntas y las respuestas. Los artistas son los sensores más confiables de la realidad de una comunidad.

Con regularidad cósmica, los artistas expresan, en tanto vanguardia mortificada del pueblo, los nuevos roles humanos y comunitarios, las mutaciones en curso y, mucho, muchísimo antes que cualquier político, expresan las didácticas del cambio.

Hay artistas intelectuales, intelectuales artistas, artistas políticos e incluso políticos artistas, esos pocos genios que, en la historia, han sabido hacer de la política un arte codificable, discernible e imitable. Todos ellos, como argentinos inmersos en la cultura argentina y por medio de instrumentos artísticos, expresan un tipo de pensamiento y generan una acción específica dentro de la comunidad. Estos lazos, poco explorados y menos conocidos, se constituyen en un nuevo objeto de reflexión para la acción política sobre el área cultural y para la acción artística sobre la comunidad. (...)

 
 

Psiquis, mutación y destino

 

El artista argentino no vive sólo de pensarse a sí mismo en la comunidad de pertenencia. Más allá de pintar su aldea y sentirse universal, su pensamiento se ubica en esa interrogación psíquica atemporal y aespacial: quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos. Arraigado en un cuestionar que desborda la nacionalidad para entrar en esa temática humana que está más allá del tiempo y de las fronteras, el artista argentino es también sujeto de la historia de la humanidad y su obra artística, objeto cultural de la raza humana. El lenguaje, la imagen, el color y el sabor pueden ser argentinos, la materia prima espiritual pertenecerá también a la psiquis universal.

Como existe una historia nacional, existe también una historia universal y una fragua acelerada de las imágenes de la humanidad. El artista capta, desde todos los rincones creativos de la Tierra, el fino movimiento del ser humano hacia otra dimensión. En perpetua evolución, la humanidad gesta cambios genéticos y accede a nuevos estadios espirituales: el artista es, una vez más, sensor y gestor de esta evolución.

Filosofía y literatura, pensar y escribir, la palabra elevada a categoría de arte da cuenta del proceso espiritual de la humanidad. Los aportes nacionales o continentales se organizan según una lógica secreta o un azar con voluntad propia, y los artistas se encuentran con que su arte nacional tiene un sonido propio en el concierto universal y un significado de destino humano específico. En el tránsito de un siglo a otro, de un milenio a otro, los alquimistas del arte transmutan algo más que contenidos psíquicos en contenidos estéticos: son capaces de revelar una mutación de la raza humana.

Más allá de la discusión política acerca de los contenidos aparentemente opuestos de progresismo y conservadurismo, entendidos como socialismo y capitalismo, más allá de la corriente intelectual paranoica que achaca todos los males del mundo al capitalismo y a la internacional neoconservadora yanqui, la realidad de la raza humana, sometida a un cambio tecnológico y de conocimiento cualitativo, parece recorrer una historia propia, más anclada en lo biológico y en lo espiritual que en los sistemas de producción y organización social. Hay una mutación en curso, y esta mutación es tanto del orden físico como emocional y espiritual. El arte parece estar dando las primeras claves para lograr también una mutación intelectual que permita comprender al hombre desde la nueva experiencia.

En el arte del fin del siglo XX y comienzo del XXI, el problema del mal es abordado con la misma preocupación ontológica de los albores de la civilización, pero con un instrumental de conocimiento nunca antes alcanzado. El sufrimiento, la herida emocional abierta, que están en la fuente misma del arte, son atravesados en el imaginario del artista por la flecha del conocimiento del sistema psíquico y biológico y cuestionados, ya no desde el lugar de la sociedad y la cultura, sino desde la química y el reemplazo de los sistemas psíquicos disfuncionales por otros más aptos. El arte contemporáneo reconoce en el lugar del sufrimiento un chip roto, destinado a ser reparado y restaurado en su funcionalidad original. Si padres ineficientes o una sociedad represora o una cultura limitada en su despliegue son capaces de dañar el sistema emocional de un nuevo ser, un científico que comprende el mal como una falla funcional de los sistemas insuficientemente humanos puede restablecer el bien, reparando el sistema dañado. Y si la falta de amor es una programación errónea, y el mal, un sistema fallido con lectura también química, el artista tiene abierto un nuevo camino allí donde parece que el científico se lo cierra, y puede soñar con otras dimensiones del alma.

Hace dos mil años, un profeta vino a predicar la civilización del amor como una clave que abriría las puertas de un vasto complejo de conocimiento sobre el ser humano. Por veinte siglos, la humanidad ha hecho el mal y lo ha sufrido hasta dar de narices en la prueba científica de los sistemas y atributos del mal, conocimiento antes sólo administrado por el saber esotérico. Hoy se conocen las condiciones teóricas del óptimo desarrollo humano, y la humanidad está trabajando en forma acelerada para que este conocimiento esté democráticamente en manos de todos los hombres, y la humanidad en su conjunto pueda encontrar el sistema óptimo que le permita hacer uso funcional de este conocimiento y dar un salto cualitativo en su evolución. Los artistas de todos los países, lo sepan o no, están contribuyendo a esta tarea que es, en este caso, a la vez, terapéutica de la humanidad y gestora de la revolución mutante psíquica.

La pulsión histórica y política que alimenta las artes nacionales, e incluso, en el caso de América, el arte continental, pasa a un plano en el cual la utopía de una nueva raza humana parece ser la meta inconsciente del arte universal. Nacional o continental, el artista se arroja a las aguas de una corriente profunda de la creatividad humana universal, buscando su destino de ser humano. No sabe qué nombre dar a los dioses ni dónde termina el viaje, y en esa ignorancia navega inventando soles, planetas, un universo hecho a su imagen y semejanza, y un dios que lo dijo primero y ríe desde el agua aún más profunda de la Eternidad.

 
 

Viejas y nuevas zonceras criollas

 

No sólo Perón supo alimentar a la generación del verbo con una nueva visión de la Argentina. El más admirable ensayista del peronismo, Arturo Jauretche, a través de una didáctica irónica, encauzó el imaginario argentino hacia una visión autocrítica, sólidamente apoyada en la historia entendida como realidad nacional. Jauretche legó a los intelectuales argentinos, y en modo muy especial a los artistas que trabajan el lenguaje costumbrista, un instrumento de análisis y comprensión de los disparates nacionales sostenidos sin revisión como verdad oficial. Al igual que los psicoanalistas con sus pacientes enquistados en versiones infantiles de su propia historia, Jauretche colaboró con el insight argentino sobre las creencias acerca de la propia historia. Enseñó a ver de modo desprejuiciado las verdaderas relaciones de los argentinos con su pasado y, ya se tratase de Rosas, de Sarmiento, de Inglaterra, de los inmigrantes, de los hijos educados de los inmigrantes (ese “medio pelo” que él hizo famoso) o de las infinitas frases, usos y costumbres argentinos revisados con acerada inteligencia, modificó para siempre la imagen que los argentinos tenían acerca de sí mismos.

Acuñó el término de “zoncera argentina” o “zoncera criolla” para referirse a lugares comunes de los argentinos, creencias generales aceptadas sin un cotejo con la realidad histórica o presente, y puso el dedo en el punto oscuro de la personalidad argentina: la escasa voluntad para asumir una realidad que no concuerda con el deseo y para proceder en consecuencia. Este punto oscuro, aún destinado por contraste a ser el más luminoso, expresando en ese despegue de la realidad un deseo de alta trascendencia espiritual y una adhesión a ideales exigentes, ha sido el obstáculo más grande para el eficiente accionar argentino. Las creencias equivocadas acerca de la propia condición, acerca de las circunstancias del mundo y acerca de las relaciones entre ambas, son las principales responsables de muchos de los fracasos argentinos, incluyendo algunos de los actuales. El aporte de Jauretche a esta teoría del autoconocimiento argentino y por lo tanto, indirectamente, a los motivos de su accionar equivocado o su no accionar acertado, se inscribe dentro de lo que es el espacio crítico cultural, espacio en el cual los artistas e intelectuales abrevan para comprender y perfeccionar su obra.

Este modelo jauretchiano tiene más seguidores inconscientes que discípulos confesos, en otra de las pruebas culturales de nuestro siempre escaso nivel de reflexión consciente acerca de lo que somos y hacemos como argentinos. Sin embargo, la buena noticia es que el modelo existe, que es propio y lo suficientemente cercano para ser retomado y continuado como una tradición. Los artistas e intelectuales son los depositarios naturales de esta tradición cultural, y por lo tanto los encargados de continuarla. La invitación a los aspirantes a discípulos contemporáneos sería a que se dedicasen a un relevamiento de la nuevas zonceras argentinas. Es decir: ¿qué realidades estamos eludiendo los argentinos y con qué lugares comunes de pensamiento o con qué frases hechas las estamos encubriendo? Enfrentar las zonceras nos obligaría a reconocer la realidad y a encontrar en ella las respuestas viables a la mayoría de nuestros problemas.

Si el verdadero espíritu jauretchiano se apoderase de nosotros y atentamente nos concentrásemos en la realidad nacional y mundial, ¿no encontraríamos acaso que repetir como loros lo que hace treinta años era verdad y hoy no lo es más es la primera gran zoncera argentina actual? Citar literalmente a Perón o a Jauretche, invocándolos para sostener la miseria de nuestro pueblo que no resiste las trabas hacia una completa modernización de su economía y legislación, ¿no es la zoncera política más peligrosa? Pretender ser progresista abrazando las banderas de un mundo que ya no existe, ¿no es condenar a los argentinos a la decadencia irreversible? Creer en las banderas liberales sin adjuntarlas a la pelea de la Argentina por su propia cultura y su propia producción, ¿no es matar a un pueblo, confundiendo modernidad con suicidio? Y por otra parte, cuando se sostiene, por ejemplo, que el problema de la justicia es la corrupción y no la falta de infraestructura, o que la deficiencia en la prestación de seguridad se debe a la escasez de recursos públicos y no a la carencia de sistemas organizativos y administrativos confiables y eficientes, ¿no se destruye la esperanza de los argentinos de contar con las necesarias justicia y seguridad y, peor aún, no se tapona la salida del laberinto del Estado desorganizado?

En la arena de la batalla política, en el espacio espectacular de los medios de comunicación, las zonceras reinan sin que el concepto de zoncera imponga una vara de medida que ayude a los argentinos en el arte de pensar. Peronistas, liberales, radicales y socialistas debitan sus discursos basados ya en los discursos del pasado, ya en los discursos iniciales de la era global posterior a la guerra fría, ya en la reacción europea de la tercera vía opuesta al monotematismo ideológico yanqui, lo cual acumula zonceras políticas y mediáticas de la más variada estirpe, sin que reparemos en ese pequeño detalle, que son justamente, zonceras, y que sólo podemos curarnos de las zonceras actuales con el método terapéutico jauretchiano: criticándolas desde un punto de vista argentino que, definitivamente, incluya la realidad. Una realidad en la cual los artistas, conspirados para rescatar la Nación, descubran, en el medio de sonoras carcajadas, que detrás de la decadencia argentina, sólo está la estupidez.

Perón decía: “La realidad es la única verdad”. ¿Será cierto?

 
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